Por Tom C. Avendaño. Periodista investigador. Analista político de temas internacionales. Pubica en el periódico El País, de España.
![]() |
Brasil entra en su
quinto año de crisis política.
|
La condena a Lula y el proceso a Temer muestran cómo fiscales y magistrados dominan la vida política del gigante sudamericano.
Sao Paulo.- La
reciente condena por corrupción contra el expresidente brasileño Luiz Inácio
Lula da Silva ha sido la última. Vendrán otras.
Brasil es un país asfixiado
por la corrupción en el que late un conflicto con aires de guerra declarada
entre el poder político, un estamento insólitamente corrupto, y el poder
judicial, insólitamente incorruptible.
En los últimos
años se ha detenido a cientos de ministros, gobernadores, diputados, senadores
y ministros y hasta el presidente Michel Temer arrastra una denuncia por
recibir sobornos.
El campo de
batalla son las investigaciones del caso Petrobras, dirigidas por
pelotones de jueces, fiscales y tribunales en diferentes instituciones. Y tras
tres años de desentrañar la red de corruptelas de casi toda la clase dirigente,
el frente ha llegado a la médula del Gobierno.
"Es un
momento inédito”, valora Bruno Brandão, representante de Transparencia
Internacional en Brasil. “La imagen de impunidad de las élites brasileñas se
está resquebrajando”. Ahora ya no vale aplaudir mientras los fiscales acusan a
cargos menores. Ya no hay reconciliación posible. Es un bando o el otro.
![]() |
Michel Temer |
El vaso se ha
colmado en las últimas dos semanas, mientras el país cumplía dos tristes hitos
históricos. Por primera vez, un presidente, Michel Temer, era denunciado por
corrupción por la fiscalía general.
El miércoles, Luiz Inácio Lula da Silva se
convirtió en el primer expresidente condenado a la cárcel por blanqueo de
dinero y corrupción: nueve años y medio de prisión, según una sentencia que
podrá recurrir a una segunda instancia mientras sigue en libertad.
![]() |
Luiz Inacio Lula Da
Silva
|
Lula y Temer no
pueden estar más enemistados políticamente, pero ambos reaccionaron igual a sus
problemas legales: “Esta sentencia busca derribarme”, protestó el primero,
mientras cuestionaba la autoridad de los jueces: “Solo el pueblo brasileño
puede decretar mi fin”.
También Temer, la
primera vez que habló en público tras conocer la denuncia contra él por
supuestos tratos de favor y sobornos, saltó a la ofensiva: “Esto es un atentado
contra nuestro país. No voy a permitir que se cuestionen ni mi honor ni mi
dignidad. No huiré de las batallas”.
El presidente
cumplió con su amenaza al día siguiente, cuando precisamente le tocó nominar al
nuevo fiscal general —el actual, Rodrigo Janot, que le denunció, deja el cargo
el 17 de septiembre—. En Brasil, el presidente suele respetar el nombre más
votado por el propio ministerio público.
Es una muestra de
respeto hacia la fuerza y la independencia de la institución. Temer, en cambio,
escogió a la segunda persona más votada, Raquel Dodge. El gesto no cambia gran
cosa —Dodge tiene una gran experiencia combatiendo la corrupción—, pero se
trataba de dar una bofetada a los que puedan creer que el país está en manos de
los jueces.
La última braza.- Muchos opinan que Temer también esperaba debilitar la denuncia de Janot
antes de que esta sea votada en el Congreso el 2 de agosto. Si la Cámara la
aprueba, la demanda irá al Tribunal Supremo, que le destituirá temporalmente. Y
si le encuentra finalmente culpable, le destituirá para siempre.
Con la presidencia
perdería la calidad de aforado y entonces tendría que responder por todos los
cargos que los fiscales hayan ido acumulando contra él. La única solución para
Temer es resolver la acusación en el ruedo político, cueste lo que cueste.
La presidencia —y
la inmunidad jurídica que otorga— representa también una solución a la
desesperada para Lula. Aún tienen que publicarse otras cuatro sentencias y
basta con que la segunda instancia le encuentre culpable en una sola de ellas
para que sea inhabilitado políticamente y, tal vez, acabe en la cárcel. La
única baza del dirigente del Partido de los Trabajadores es que se retrasen los
procedimientos hasta agosto de 2018, cuando comienza la campaña electoral. Y
rezar por ganar los comicios presidenciales.
El panorama no
podría ser más distinto a lo que durante siglos fue Brasil. Un lugar en el que
el poder y el dinero mandaban más que la justicia, donde el rouba mas faz
(roba, pero resuelve) era un cumplido para un político, y donde al fiscal
general se le conocía como el engavetador general (archivador
general).
Todo cambió en
2003 con la llegada, irónicamente, de Lula. “Duplicó el tamaño y el equipo de
la policía, que de repente podía asumir grandes operaciones. Permitió que el
ministerio público nombrase al fiscal general. Unificó al poder judicial, que
está desmembrado”, recuerda Pierpaolo Bottini, abogado que participó en esa
reforma desde el Ministerio de Justicia.
Al poco comenzó a
florecer un orgullo de clase. “Si hay una característica que define a Brasil,
crisis tras crisis, es la independencia de su poder judicial”, se jacta por
teléfono José Robalinho, presidente de la asociación nacional de fiscales.
Pero en Brasil la
corrupción llevaba décadas incrustada en la vida pública. Destaparla lo ha
paralizado todo. La economía está en crisis, la política gira alrededor de los
tribunales y el pueblo ha perdido la esperanza de que todo vaya a mejor cuando
todos los culpables estén en la cárcel.
“El futuro es sustituir a las personas
por las instituciones y salvarnos sin salvadores”, sostiene Ayres Britto, que
fue juez del Tribunal Supremo nombrado por Lula entre 2003 y 2012. Un futuro
con la clase política entre rejas que plantearía el interrogante de quién
liderará el país.
0 Comentarios
Deje su comentario
Emoji